Pidiendo la vida del tirano (1)
A Máximo Gorki.
Ni la piedad, ni el odio. Que la fiera,
para que triunfo la justicia, muera.—
Mas que, al partir, no manche los ideales
pasando por las manos del verdugo,
que no viva las muertes inmortales
guillotinada por un verso de Hugo,
que no acuse las cóleras sociales
pidiendo ante las puertas un mendrugo,
que no alcance el honor y la alta gloria
de las consagraciones de la Historia;
que muera en su maldad, no en su respiro,
que pierda con la zarpa su veneno,
que vea desde el fondo de un retiro
toda su fuerza convertida en freno,
todo su orgullo convertido en risa,
toda su pompa convertida en cieno;
pero que ante el futuro que se irisa
y alza en su cabalgata redentora
los estandartes nuevos que a la brisa
parecen hechos de un girón de aurora,
pueda medir la infamia de su anhelo,
pueda mirar la esplendidez plebeya,
¡y, roto, al fin, de su torpeza el velo,
ganado por la olímpica epopeya,
olvidado del trono y de su nombre,
el torvo emperador vuelva a ser hombre!
Y no es, Tirano, que la Musa olvide,
ni que un pasado augusto la intimide,
mas no nos enloquece tu corona,
que si tú eres la hoz, somos la espiga,
y que si el vil usurpador castiga,
la independencia popular, perdona.
Fija en la mente está como en los pechos
la lista funeral ,de tus cohechos...
En tu insensible corazón malvado
empieza la Siberia. Has desterrado
a todo un pueblo de la vida fuerte,
le has dado como cárcel un abismo
y has dejado caer sobre su muerte
la nieve inmaterial de tu mutismo;
innumerables multitudes gimen
heridas por las flechas de tu crimen;
montañas de cadáveres, calvarios
que parecen del odio las tribunas,
se elevan en los campos solitarios
bajo la mueca extraña de las lunas;
un hondo clamorear de imprecaciones
sube del lodazal de tus prisiones;
los cosacos que arrasan las ciudades
y destruyen aldeas y campañas
atraviesan las negras soledades
bañados por la luz de sus guadañas;
y no eres, alto emperador potente
que tocas las estrellas con el dedo,
más que la voz aguda y estridente
de un sentimiento deleznable: el miedo.
Mas el terror mortal que en la llanura
y en las ciudades y en los montes trepa
y da voz al sudario de blancura
que cubre a los que duermen en la estepa,
no alcanza a sofocar las energías
de los que piden libertad, a gritos,
y al margen de las viejas tiranías,
sin odio, sin pasión, sin cobardías,
viven en sus palacios de infinitos.
Tú mismo eres quien, César de alma vana,
preparas la apoteosis de mañana.
La sangre de los héroes que asesinas,
salpica los ojales de englantinas;
y cada luchador que cae vencido
es germen de fecundos luchadores,
como es el polen de la flor caído
nueva semilla de fragantes flores.
La victoria triunfal que ya fulgura
barrerá libremente del planeta
los andrajos de tu alma. En la más pura
redención de la raza antes sujeta,
se alzará por contraste a tanta gloria
el oprobio inmortal de tu memoria.
Y ante el pueblo grandioso, libre y fuerte,
será tu pena y tu mejor castigo
dejarte a solas dialogar contigo,
sepulturero de tu propia muerte.
Por eso es que en la aurora de las bellas
realizaciones que el destino graba
en la historia del hombre con estrellas,
debe alzarse una voz serena y alta:
—Dejad que caiga el peso de la falta
sobre esa pobre frente pensativa,
privadle si queréis de sus placeres,
despojadle de todos sus poderes,
hacedle labrador, pero ¡que viva!
de Manuel Ugarte,
en Poesías Completas, Casa Editorial Maucci, 1921.
(1) Estos versos, escritos cuando la revolución rusa era inminente,
fueron el último grito en favor de la vida del Zar, sacrificado
poco después en el remolino confuso de la lucha.—N. del A. (del original)
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