En días de esclavitud
¡Señor! ¡Señor! El pájaro perdido
puede hallar en los bosques el sustento,
en cualquier árbol fabricar su nido
y a cualquier hora atravesar el viento.
Y el hombre, el dueño que a la tierra envías
armado para entrar en la contienda,
no sabe al despertar todos los días
en qué desierto plantará su tienda.
Dejas que el blanco cisne en la laguna
los dulces besos del terral aguarde,
jugando con el brillo de la luna
nadando entre el reflejo de la tarde.
Y a mí, Señor, a mí no se me alcanza,
en medio de la mar embravecida,
jugar con la ilusión y la esperanza
en esta triste noche de la vida…
Esparce su perfume la azucena
sin lastimar su cáliz delicado,
y si yo llego a descubrir mi pena,
me queda el corazón despedazado...
La estrella de mi siglo se ha eclipsado,
y en medio del dolor y el desconsuelo,
el lirio de la fe se ha marchitado:
ya no hay escala que conduzca al cielo.
Van los pueblos a orar al templo santo
y llevan una lámpara mezquina,
y el Cristo allí, sobre la cruz,
en tanto abre los brazos y la frente inclina...
Tengo el alma, ¡Señor!, adolorida
por unas penas que no tienen nombres;
y no me culpes, no, porque te pida
otra patria, otro siglo y otros hombres.
Que aquella edad con que soñé no asoma,
con mi país de promisión no acierto,
mis tiempos son los de la antigua Roma
y mis hermanos con la Grecia han muerto.
de Juan Clemente Zenea,
en Antología de la Literatura Hispanoamericana del Siglo XIX (Moreno Rodríguez, Ramón), Universidad Autónoma Metropolitana, 2010.