En memoria de los actores
desaparecidos y asesinados
durante la última
dictadura militar (1976-83).
Un telón de tiempo se mueve
lentamente ante mi sombra.
Acurrucado sobre el suelo áspero
de mi último escenario,
espero la luz cegadora,
la que me llama a escena,
la que en cada hora
me fulmina el sueño.
Desgarradores gritos
-que por momentos son los míos-
recorren los pasillos del macabro teatro.
Tengo las manos frías,
oscuras, extrañas,
me repito una y mil veces
“es una ficción”
“soy un personaje”
mi carne se tropieza entre las púas
y sin embargo me sostengo, de pie,
frente a la platea desbordante de silencios.
No recuerdo la letra,
ni siquiera mi nombre,
mis dedos no reconocen
la máscara que me araña el rostro.
No hay aplausos en esta última noche,
solo amargas carcajadas en mitad de la tragedia
diálogos absurdos, apuntadores mudos.
Y esa maldita luz que me acribilla la cara.
En mitad de la agonía vuelven a mí los aplausos,
la caricia que se posa sobre el filo de las heridas,
la música del público que grita mi nombre
y lo levanta por sobre todas las cosas.
No puedo dejar de sonreír
mientras las lágrimas bautizan mis labios,
tiendo mis manos para iniciar la reverencia,
dedos ausentes me encuentran y se aferran,
compañeros de escenario que regresan
para la última función.
Me inclino hacia adelante,
las maderas crujen
su melodía cansada
y me dejo caer hacia el cielo
en el momento justo
en que ya no hay nada.
El público murmura
mientras se aleja
y entonces escucho las voces
que rezan en la penumbra
de la sala desierta:
Somos artistas,
testigos de la historia,
guardianes del tiempo,
la vida y la memoria.
Espejos de los otros,
una burla sin miedo,
simples mentiras
jugando un juego,
no somos cenizas,
somos el fuego.
de Alejandro Ippolito,
en La Trinchera Nacional y Popular (Facebook).
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