I
Los que se fueron dejaron las voces de sus animales
como carpas y jaulas abandonadas
por un circo llamado olvidar:
Me llama
la morrocoya con ruedas que salta entre el
hacinamiento;
el perro que sufrió por la cinta de un casete de
horror atorada en sus intestinos.
Me llama
otro perro, lleva su lomo sangrante
por la marca de hierro de las águilas crueles;
el burro, al que los invasores dieron a tragar una bomba
(aclaro, invasores y águilas crueles son sinónimos en estos
poemas;
y digo águila, porque no puedo decir ese nombre;
y escribo poemas, porque es la única forma de maldecir al
águila a la cara;
y escribo poemas, porque es la única forma de comprobar
que tengo
alas de pájaro
y no una escopeta).
Me llama
el pato, lazarillo de los muertos;
el chivo dado en sacrificio,
para no entregar a la esposa.
Me llama
el pájaro de la resistencia;
y la lechuza, reveladora de traidores y malas horas.
Me piden retornar al territorio
—afuera no hay comunidad—.
Debo terminar el volcán que inicié
con niños fantasmas, en mitad de la calle;
en su cráter caerán todas las injusticias y opresiones
hasta que reviente la rabia,
y con cenizas escribiré poemas
que venguen mi raza,
mi género
y mi clase.
II
En el fondo del espejo se ve el callejón de una casa,
dos niñas juegan a cubrirse con sábanas, tablas y ramas.
Las niñas crecieron rápido
y su padre metió a treinta morrocoyas, en su lugar,
excepto a una que nació sin las dos patas traseras,
amarró con alambre una tabla en la coraza
y le acomodó dos llantas de un carro de juguete.
Las más sanas cavaron y construyeron un túnel,
hasta inundar mi supuesta habitación propia;
el agua fangosa traspasó el espejo.
Las morrocoyas no son rápidas, aunque tengan llantas;
cuando son deformes no tienen barriga de tierra
ni espalda de cielo;
no llegan a tiempo para prevenir la filtración, la huida,
la injusticia…
como yo, que corro, camino,
salto y me enredo una cuerda en las patas,
y me ato al pecho una tabla, en las noches
III
¿Cristo sana morrocoyas
y las ama a todas por igual?
Ni la carne de Cristo
ni la de las morrocoyas deberían ser consumidas,
ambos sacrificios son inútiles;
papá no las crió para inmolarlas.
A todas nos costó asumir que el hogar de la ciudad
no era el del pueblo.
Nunca volví a jugar en un callejón.
El callejón de la casa se achicó tanto
que solo sirvió para desfiladero
de agua fangosa.
En ningún lugar del mundo volví a tener casa;
es mentira,
no se carga como caparazón.