Es en el siglo veinticuatro,
en una plaza de Francfort,
por donde cruza el tren más rápido
de Liverpool para Cantón.
La multitud que se aglomera
de un pedestal alrededor,
forma un murmullo que semeja
el del mar en agitación.
Suena la música de Wagner
y el estampido del cañón,
y entre los hurras populares
sube a su puesto el orador.
Es el alcalde Karl Hamstaengel
quien preside la reunión,
y en el silencio que se agranda,
dice con monótona voz:
“¡Ciudadanos! ¡Compatriotas!
¡Salud! Honrad al fundador
de la más grande de las obras
de nuestra santa Religión.
Eterna gloria a su divisa,
eterna gloria al redentor,
que con su ejemplo y sus palabras
el idealismo derrotó.
Salud al genio sobrehumano
cuyo evangelio derramó
de este planeta por los ámbitos
la postrera revelación.
¡Paz y salud a sus creyentes!
¿Cuál de nosotros lo invocó
sin sentir instantáneamente
mejorarse la digestión?
¿Cuál en sus heroicos sueños
de entusiasmo y de valor,
al inspirarse en sus ejemplos
no vencerá la tentación.
Ha cuatro siglos que los hombres
lo proclaman único Dios.
¡Su imagen ved, su noble imagen,
su imagen ved!”