Acostúmbrense a cantar en cosas de fundamento
Había galerías solariegas
donde la muerte estaba retratada
con solemnes bigotes o uniformes
estrepitosos y condecorados:
damas de doble té, sobrias levitas,
medallas y sillones respetables,
oronda platería, antepasados
generalmente todos generales.
De allí salían héroes y efemérides,
nombres de calles, pálidas estatuas,
donaciones, benéficas tertulias,
apellidos enormes, templos, plazas,
ministros, presidentes, senadores,
duelos, odas, obispos, casamientos,
sonetos torturados, parentescos
unidos de cadáver a cadáver.
La vida estaba allí como si apenas
asomara en los cisnes de los parques,
traducían francés, se traducían
ociosamente a frases inmortales.
Padecían libélulas, marquesas,
cierta anemia elegante, bellos viajes,
con un dejo de vals, de niebla inglesa
escrita por escribas impecables.
La muerte era un seceso de buen gusto
rodeada de discursos y alusiones
a “Barcas de Caronte” y a “su proa
hacia el mar proceloso de la noche”.
Era un modo de ser, se cultivaba
como una flor fatal, a la tristeza
explicada en sonantes paraninfos
por mechudos filósofos de afuera.
Tan allá, tan lejanos, tan del aire,
transcurrían, gozaban, transcurrían,
con un monótono rictus de desprecio
entre Tedeums y fiestas de familia.
La vaca estableció su patriarcado
su imperio de molicie desde arriba.
en Poesía armada, Agermanament, 1976.