EL BOSQUE EN MARCHA
Era una Isla de esclavos bajo el cielo
más azul de la América.
Besaban
los pies de la sirena de los mares
las ondas oceánicas cargadas
de corales, madréporas y conchas.
En la soberbia entonación del agua
conque lamenta el mar la desventura
que ha encadenado a la infeliz esclava
había un rudo acento, un largo grito
tembloroso y sonante de venganza.
Rugió la guerra y en los agrios bosques
como loba con hambre se arrastraba,
medio escondida entre los viejos troncos.
Las lágrimas y sangre a las entrañas
fecundas de la selva descendían
a un tiempo con los odios y las rabias
de muchos combatientes. Recios árboles
caídos en la tierra sollozaban
con el sordo extertor de las heridas,
vertiendo a un tiempo su potente savia.
Cuando la guerra huyó, tras largos años,
de esclavitud más triste y más amarga,
ejércitos de jóvenes arbustos,
nutridos con la sangre y con las lágrimas
de la infeliz generación que había
muerto en el bosque primitivo, hallaban
vientos de libertad bajo los cielos,
odio en la tierra y en sus fibras rabia.
Y una vez más resucitó la guerra:
más lágrimas y sangre derramadas
filtrándose en la tierra.
Mas de pronto,
conmovida la selva en sus entrañas,
llenas de sangre, resolvió la guerra.
¡También la guerra! Y a jurar venganza
llama al pueblo de árboles nutridos,
de hiél y de odio, de valor y rabia.
Se agitan las florestas de la isla
con ciega sed de libertad.
La raza
trocada en savia alimentó aquel bosque
que va a blandir como soberbias lanzas
sus gigantescos y robustos brazos.
Un sordo estruendo, un viento de borrasca
sacude las melenas del ejército
y al trote, al trote comenzó su marcha.
Un ancho soplo de tormenta empuja
aquella tempestad salvaje. Nada
detiene el paso del andante bosque:
es un ciclón devastador que aplasta
selvas y campos y ciudades y hombres
con un estruendo atronador que espanta.
Un ejército de hombres y de bestias
huyó a la costa a defenderse.
El agua
con sus clarines de metal, su grito,
eterno invocador de las venganzas,
levanta hasta los cielos; los clamores
de la turba de fieras asustadas
con el lamento de las olas, se iban
haciendo cada vez más roncos: ráfagas
rápidas como potros desfrenados
surcos profundos en el mar trazaban.
Y vino al fin la tempestad: el bosque,
sudando espuma cual las gordas ancas
del Océano, se acercó a la costa
y en las ondas del mar encabritadas
fué vaciando el ejército de fieras.
Luego avanzó, llevando a las espaldas
todo un montón de sus cadenas rotas,
todo el pasado de su vida esclava,
y lo arrojó sobre las muertas fieras
cual sudario de plomo.
Y rudo marcha
dentro del mar, despedazando el velo
sangriento de la noche que se acaba.
«No más exclavos en el mundo» — dijo-,
y sacudió su limpio manto de aguas.
de Roberto Brenes Mesen,
en Los mejores poetas de Costa Rica, Compañía Ibero-Americana de publicaciones/
Librería FERNANDO FE, 1915.
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