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LLEGO la luz, por fin. Llegó la luz.
Entra a chorros iguales por entre los barrotes
dibujando más rejas en el suelo.
Un hombre tras las rejas. Siempre. Siempre.
Un hombre solo, abierto, desmembrado.
Enterrado con vida como si fuera un muerto,
con las órbitas llenas de gusanos.
Y con las manos rotas. Rotas. Rotas.
Me aferro a los barrotes. Los oprimo.
Hierro y carne se funden en las rejas.
¡Quiero salir de aquí! ¡Venid, soltadme!
Quiero salir y respirar. ¡Quiero ser libre!
¡Arrancadme estas rejas! ¡Destruidlas!
¡Cercenadme estos hierros! ¡Rescatadme!
Las rejas se me clavan en los hombros,
en los ijares sofocados, en las sienes.
¡Quiero salir de aquí! ¡Quiero ser libre!
¡Quiero ser libre! ¿No lo oís? ¡Quiero ser libre!
Llegó la luz, por fin. Llegó la luz...
Estoy en medio de su precisa claridad. Mirándome.
Mirándome hasta la vena soterrada y última.
Auscultándome. Reconociéndome. Calándome.
Redescubriéndome las manos verosímiles.
Mis manos ciertas, puras, verdaderas.
Ahora sé... Quiero ser libre y voy a serlo. Libre.
Me creceré a mí mismo, más allá de mis límites.
Fuera de mí, desmesurado, ingente.
Haré saltar los hierros con mis manos,
con mi sangre, con mis huesos, con mi carne.
¡Dadme fuerzas, no más! Fuerza en las manos,
una hora precisa, inequívoca, exacta,
y el signo de la cruz sobre mi frente.
de Carmen Natalia (Martínez Bonilla),
en Un hombre tras las rejas, Brigadas Dominicanas, 1962.
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